sábado, 29 de enero de 2011

Pecado original

There is special providence in the fall of a sparrow.
Hamlet

Le quebré el cuello a un pajarito. Mi abuela adoraba a ese canario de plumas cafés que le cantaba a su compañera todas las mañanas. Fue un juego inocente, la jaula podía dividirse en dos y él siempre buscaba cruzarla por ella, yo
encontraba divertido ver cómo se movía intrépido mientras la reja de metal se deslizaba; hasta que en uno de esos vuelos la reja se convirtió en guillotina. Primero un estremecimiento: abrí la jaula e intenté moverlo un poco, toqué su cabeza, era tan suave. Luego, por oleadas, llegó la culpa; subiendo subiendo hasta no soportar la idea de haber matado, nunca había sentido algo tan irremediable como su muerte, fulminante y absoluta, y ese nuevo sentimiento, ese que no había conocido hasta ese momento, una culpa primitiva que vino con el entendimiento del no retorno.

No miré atrás; corrí a mi cuarto y las lagrimas por fin se escaparon, primero una grande pasó por el contorno de mi mejilla, de ahí el resto se apilaba en mi lagrimal hasta desbordarlo. Lloré como nunca, no quería creer que por mi mano ese animal había dejado de existir, de que mis juegos acabaron con una vida. En la casa n
o se mencionó nada, simplemente hubo un pájaro menos.

Yo vivía con esta intensa culpa, ¿Se imagina usted lo que es escuchar a una conciencia que sabe lo que has hecho y hasta tu último pensamiento? Ya de adultos hemos aprendido a ignorarla y manipularla para que no sea molesta, p
ara que sólo intervenga en los momentos que nos conviene; Los niños no tienen ese tipo de filtro, así que no dejaba ir ese sentimiento, no puedo decir que ocupaba cada pensamiento mío pero siempre había algo en lo profundo de mi cabeza, algo punzante que no siempre tenía presente pero siempre me hacía sentir pesada e incómoda.

Recuerdo mi primera confesión, lo primero que le
dije al padre fue lo que creí era mi pecado más grande, pensé que me haría rezar un rosario entero, pero no, la fórmula de siempre: dos Padres nuestros y un Ave María, no dijo otra cosa. Yo me sentí aliviada pero no entera, esperaba deshacerme de esa carga que sentía pero faltaba algo que ni la confesión me pudo devolver, me seguía sintiendo sucia.

Así he pasado todo este tiempo ¿Que por qu
é le menciono todo esto? No lo sé, lo creí apropiado dadas las circunstancias. Han pasado muchos años desde que hice esa confesión y debo admitir que había perdido un poco la fe, pero tenía que decirle a alguien. Llovía mucho y no veía bien, ¡La niña se apareció de la nada! Sé que no debí huir pero cuando reaccioné mi pie estaba en el acelerador. ¿Entonces dos Padres nuestros y un Ave María?


jueves, 13 de enero de 2011

Vistas

Todo lo que ves son zapatos a través del vidrio de la sala de juntas. La parte media tiene un acabado esmerilado y no te permite ver nada arriba de la pantorrilla. La sala es lujosa y sobria, aunque afuera hay un marco con luces que cambian de color y se escuchan canciones en inglés como música de fondo. Ves que pasan mujeres con botas y tacones imposiblemente altos, notas que los tacones de aguja son los más usados, no entiendes su plática pero su tono es alegre y superficial; Crees que son secretarias y asistentes usando Prada, Jimmy Choo o alguna otra marca que no logras recordar, después de todo te encuentras en San Pedro, no te extraña una vista así. Cuando terminas ese pensamiento las piernas doblan la esquina y las pierdes de vista por completo.

Si hablaran, tus zapatos te dirían que se sienten fuera de lugar, no les gusta cómo los demás zapatos los miran, ellos no son de marca y francamente no entienden cómo unas secretarias que caminan la mitad del día pueden andar con modelitos tan poco prácticos y snobs, que no ayudan a sus dueñas y hasta se ensañan en hacer que se tropiecen.
No entiendes cómo adquiriste zapatos tan críticos y con un evidente complejo de superioridad. Tratas de concentrarte de nuevo en los japoneses y en sus esfuerzos fallidos por pronunciar la L, después de todo ese es tu trabajo, enseñarle al presidente de no sabes qué empresa automotriz y a sus asistentes cómo pronunciar la lengua torturada (por ellos) de Cervantes. Tus zapatos intervienen de nuevo: "¿Lengua torturada de Cervantes? - dicen - qué bueno que no te dedicaste a la escritura, no soportaría escuchar tus intentos fallidos y ver tu cara de frustración.
Ofendida, decides que esto de los zapatos teniendo conciencia no es tan conveniente como creías y tratas de alejarte de la fantasía. Los japonesitos te preguntan sobre unas conjugaciones irregulares y les enseñas el material, estos de nuevo se sumergen en las actividades que deben terminar y tú ahora intentas no ver los zapatos del otro lado del vidrio pero sigues escuchando su claqueteo en el piso de duela de la oficina. Ruidoso, muy ruidoso, ellos y su conversación no dejan concentrarte y pierdes el hilo de tus pensamientos.
Tu calzado está que echa humo por la suela, gastado y sin chiste, al ver la competencia pide un retiro bien merecido, ya ha estado demasiados años a tu servicio, te deja ver todas las raspaduras y la tierra que lo cubre y hasta alza un poco su suela para que puedas ver cómo se está despegando de esa esquina. Tú, mujer sin grandes pretensiones,
nunca sentiste la necesidad de darles un descanso, o incluso, de serles infiel comprando otro par que los sustituyera. Al menos no habías pensado en eso hasta que comenzaste a trabajar aquí. Nunca te sentiste cómoda alrededor del lujo y cada vez que entras a estas oficinas y ves a las secretarias tan bien maquilladas, peinadas y vestiditas con las últimas tendencias fashionistas, no puedes evitar comparar tu figura de mujer de clase media cansada de la misma ordinariedad.
Intentas no mirar hacia abajo pero ahí los tienes, llenos de reproches para ti, mostrándote la verdad que obstinadamente buscabas ignorar, porque era mucho más có
modo evadirse; Cambias la vista y encuentras a los otros, los que realmente pertenecen mientras tú sólo eres una visitante que está de paso y que no puede hacer otra cosa más que ver a través del vidrio cómo esos pares de piernas con sus respectivos zapatitos vienen y van y no se detienen por nada. Llegas a la conclusión que trabajar en esa burbuja de cristal por 3 horas a la semana te hace daño, mientras tú intentas ignorar las obvias comparaciones tus zapatos olvidan su papel original de soporte y se muestran al borde del colapso, derrotados por los del exterior.

Por cierto, tus zapatos han renunciado, están cansados de la humillación de saberse inferiores en cada aspecto. Ese día regresas a tu casa descalza, piensas que se siente tan bien el asfalto contra tus pies desnudos.