miércoles, 28 de enero de 2009

VI Los enamorados

Siempre al deslizarse la tarde. Cuando veo que suben al segundo piso me escabullo sin que me noten. Es algo propio de los de mi clase ejecutar este tipo de maniobras, así hemos sido los testigos silenciosos del devenir del mundo.

Se desprenden de sus ropas con premura, comiéndose a intervalos. Yo termino agazapándome arriba del canasto de la ropa sucia, expectante por lo que va a suceder. Los observo, se encuentran los dos en su cama, se tocan, recorren sus cuerpos con manos y boca, se muerden, lamen, saborean cada vez con más furia, sus cuerpos se mezclan. Termino viendo un laberinto de piernas y brazos.
En su trance, no saben que soy los ojos que observan su acto, no se dan cuenta o tal vez no les importa, me creen sin conciencia. Pero sé muy bien lo que hacen, un rito tan antiguo como la vida misma. Se creen dueños del mundo, su mundo. La existencia no abarca más que la cama y sus cuerpos.

Es el sonido del alud, son rumores que cobran fuerza, primero tenues, después de himno. Es la unión de los cuerpos que con tanto anhelo buscaron.
Me acurruco en el stereo, ella es alba y hecha de burbuja, él es la tierra que la cubre y llena. Ya sólo queda el olor a musgo y lluvia y las suaves caricias que terminan por adormilarlos, en un abrazo que desean eterno, pero que, por supuesto, no lo es.

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